Por Gabriel Vallejos

“Chile es hoy un país sin futuro”. Esta frase, por extraña y fuerte que parezca, es una buena descripción de un trasfondo presente en una gran cantidad de discursos políticos contemporáneos, además de varias políticas públicas llevadas a cabo durante las últimas décadas. ¿A qué nos referimos con esto? Hoy en día es raro ver políticas, ideas o discursos cuyo objetivo sea el futuro del país; vale decir, que sean parte de, o pretendan establecer, un plan nacional a largo plazo dirigido a llevar a Chile a alguna situación distinta a la que tenemos hoy, en algún sentido profundo y no meramente periférico o cosmético. Por un lado, tenemos a quienes defienden el actual estado de cosas (a veces sin saberlo), de quienes no podríamos esperar mucho en cuanto a planes a futuro; pero también existen quienes dicen oponerse al sistema, pero al no proponer ninguna alternativa quedan reducidos a la esterilidad o, peor aún, se vuelven parte del gatopardismo que tanto beneficia a la mantención del status quo, con todo lo que eso implica.

Hoy en día, Chile se encuentra pasando por un proceso de convulsiones políticas, lo que ha acarreado que, por primera vez en mucho tiempo, diversos debates y demandas populares de todo tipo emerjan a la esfera pública y a los medios de comunicación. Sin embargo, cómo es esperable para una etapa inicial como la que estamos viviendo, muchas de las ideas (sobre todo las más populares) se han presentado dispersas y centrando su atención solo en consecuencias específicas más que en atacar las causas profundas de los problemas que llevaron a el estallido y el proceso que estamos viviendo. Es esperable que en un contexto de cambios sociales el enfoque se ponga, en primera instancia, en la conquista de ciertos derechos. Sin embargo, incluso en un caso que todos esos derechos sean adecuadamente conquistados, todo podría ser efímero si eso no va acompañado de una institucionalidad nacional robusta, soberana e independiente que procure su protección, cumplimiento y perseveración a largo plazo, además de la procuración de una base material rica y estable que permita su sostenimiento.

Por “desarrollo” pueden entenderse muchas cosas. Hoy en día la palabra está cargada de diversos contenidos, no todos con buena consideración entre las personas. Muchas veces el concepto es utilizado en discursos a favor del sistema actual, en el marco de perpetuar las prácticas económicas actuales y dejar a Chile ocupando el mismo sitio que hoy ocupa, con todos los problemas ambientales y sociales que eso implica. Sin embargo, esta está lejos de ser la única acepción de “desarrollo” posible. En lugar de rechazar el desarrollo, algo que muchos han tendido a hacer como veremos más adelante, quienes deseamos un cambio debemos apropiarnos del término y entender que sin un país desarrollado difícilmente podremos solucionar muchos de los problemas políticos, sociales, económicos y ambientales que enfrentamos hoy o los que están por venir.

La proposición de un plan a largo plazo que incluya metas como la soberanía, independencia y desarrollo nacional, se convierte en condición necesaria para lograr un cambio real del estado de cosas actual. De lo contrario solo conseguiremos cambios cosméticos que incluso podrían ayudar al sistema a reafirmarse y perpetuarse en el tiempo. En este texto nos centraremos en la importancia de un plan nacional de desarrollo, además de analizar el lugar que ocupa hoy el desarrollo en la lucha política.

Chile hoy

Si queremos realizar grandes cambios, primero debemos ser capaces de enfrentar adecuadamente nuestra realidad. Chile es hoy un país subdesarrollado, totalmente dependiente de otras potencias y de la economía exterior. En la división internacional del trabajo ocupa el lugar de un mero productor de materias primas a merced de la economía exterior. No tenemos industria, no generamos tecnologías ni bienes complejos de ningún tipo. Más aún, parte de las materias primas salen del país sin ser siquiera refinadas (por ejemplo, en forma de concentrados o de salmueras, como pasa con el cobre y el litio, respectivamente). En este proceso, muchas empresas ni siquiera dejan algo para el país en forma de riquezas, innovaciones o impuestos. Como si esto fuera poco, gran parte de nuestra soberanía también se encuentra en manos foráneas, o sustentada en una institucionalidad tremendamente débil, ineficiente e incapaz de defenderla, sin ninguna autoridad para hacer frente a los poderes económicos o al poco escrúpulo de muchos inversionistas. Tanto económicamente como políticamente, entre los “tratados de libre comercio”, la explotación de los recursos naturales, el uso de suelos, aguas, el mar, los territorios, incluso la salud, la educación y la seguridad social, están en manos que no son las del país.

Muchas veces se clasifica a Chile como un país “en vías de desarrollo”. Sin embargo, esta categoría no es más que un eufemismo para referirse a países que han logrado cierta estabilidad y algún bienestar general bajo la órbita de alguna potencia extranjera. Geopolíticamente hablando, lo que existe son grandes potencias económicas, países dependientes de éstas, algunos más estables que otros y países abandonados a su suerte. Chile se encuentra dentro de los segundos. Se trata de un país relativamente estable que, en comparación con el resto de la región, ha logrado un gran crecimiento económico gracias al sistema neoliberal impuesto durante los 80. Es cierto que hoy en día contamos, con la capacidad de adquirir todo tipo de bienes (incluso si no tenemos dinero en el momento) y tecnologías a buenos precios y, en comparación con nuestros vecinos y varios otros países, contamos con una relativa seguridad, bienestar, salud, niveles de vida, comodidades, etc. (al menos para algunas personas, vale decir, si solo miramos los promedios y dejamos de lado la desigualdad que subyace a ellos). Por otro lado, a veces figuramos en buenos lugares en los rankings internacionales (esos que tanto les gustan a esos ingenieros comerciales que hacen nuestras políticas públicas) en varios temas y en otros más glamorosos como alfabetización, educación superior, investigación científica, etc. Sin embargo, todo este estado de cosas que produce tan hermosas cifras pende de un hilo, toda esta apariencia de desarrollo es un maquillaje importado. ¿Cuánta de la tecnología que hoy se utiliza en Chile es producida (ya sea creada o fabricada) en el país? ¿Cuántos de los insumos (materiales o intelectuales) usados día a día en salud, educación, investigación, construcción, etc. son chilenos? Podríamos hacer un experimento mental. Imaginemos que mañana ocurriese una guerra y, de un momento a otro, un par de las grandes potencias de las que más dependemos dejasen de enviarnos insumos y/o de comprar lo que producimos. Probablemente Chile colapsaría en pocos días, y toda la apariencia de desarrollo se desvanecería. Si alguno de los factores que sostienen el estado de cosas actual desapareciera, Chile caería de inmediato, como sucedió precisamente en 1929 (pese a que en ese entonces se estaba comenzando con un proyecto que, entre otras cosas, pretendía generar cierta independencia nacional… sin embargo, todos sabemos en qué quedaron esos proyectos). Ejemplos concretos abundan; ya vimos gracias a la pandemia cómo no existían industrias en Chile que produjeran varios de los implementos necesarios para generar diagnóstico de la enfermedad. Y esta situación es extrapolable a muchas más situaciones. No hay que exagerar mucho para decir que en Chile no posee autonomía alguna ningún área esencial para su funcionamiento como país, lo que incluye el garantizar a la ciudanía las condiciones básicas de salud, educación, seguridad, recursos, etc.

Desarrollo y anti-desarrollismo

El “desarrollo” neoliberal o el anti-desarrollismo de derecha

El discurso de desarrollo imperante hoy en día, sostenido por lo que podríamos llamar la derecha económica, los grupos empresariales y los partidos amigos del sistema, consiste obviamente en aceptar el sistema actual y proyectar el país en base a lo planteado por éste. Esto de ninguna forma implica el planificar algo a largo plazo, sino todo lo contrario. Es más, cualquier planificación supondría una herejía contra el sistema, puesto que éste se basa precisamente en el respeto irrestricto de las “leyes de la economía” y la primacía del mercado. Cualquier intento de planificación conllevaría, de alguna manera, el control estatal de una porción de la economía, lo que atentaría contra el corazón mismo del sistema. Básicamente, este discurso imperante cosiste en una defensa del sistema económico actual, junto con reafirmar la posición que ocupa Chile actualmente en el esquema mundial. Se trataría de un “desarrollo” cosmético, dependiente, frágil y efímero. Vale decir, algo que resulta extraño de ser llamado “desarrollo”, menos aún “desarrollo nacional”.

Implícita o explícitamente éste ha sido el discurso de los gobiernos de los últimos 30 años. Sin embargo, es sabido que las cosas no siempre fueron así. Antes de la década de los 80’, la mayoría de los gobiernos consideraba metas a futuro a la hora de tomar decisiones de políticas públicas y estructuraban sus acciones en base a algún proyecto país a largo plazo. Había un país que construir y las medidas debían ser tomadas en ese contexto. En esto el Estado tenía un rol importante y central. Por paradójico que parezca, la última vez que el país se planificó y pensó a largo plazo fue durante la dictadura militar, y aquella planificación fue exitosa. Sin embargo, el plan llevado a cabo consistía precisamente en generar un país donde el Estado no interviniera en absoluto, y donde el mercado pase a ocupar un lugar preponderante en la sociedad y los destinos del país. Vale decir, puso en ejecución una meta consistente en un país sin futuro. Para quienes defienden el sistema impuesto en los 80’ no hay más país que planificar.

La implementación de este modelo trajo muchos cambios al país. Nos dio la apariencia de modernización y progreso, y permitió la importación de desarrollos de todo tipo, además de posicionar a Chile como un puntero en varios aspectos económicos en la región, así como también permitir que hoy el país figure en una variada gama de rankings internacionales de todo tipo. Sin embargo, todo esto se hizo pagando un altísimo costo: la subyugación económica de Chile por parte de otros países y fuerzas internacionales más poderosas y la total dependencia del país en el contexto global. Básicamente, nos llevó al estancamiento y a ocupar el lugar que hoy ocupamos en el esquema mundial. Fueron los costos sociales de estas consecuencias los que acumularon y, con el tiempo, produjeron inevitablemente un estallido social, algo que tarde o temprano ocurriría.

Este modelo de “desarrollo” lleva consigo diversas consecuencias nefastas bastante conocidas a nivel económico, social y ambiental. El sitio que ocupa Chile en el esquema mundial como mero productor de materias primas ha generado un verdadero clima de depredación, lo que comúnmente se conoce como extractivismo, algo muy presente en los discursos políticos actuales. Básicamente, en la práctica Chile queda a merced de quienes quieran venir a extraer los recursos naturales disponibles, y de la forma más rápida y efectiva posible, procurando maximizar todo lo posible los excedentes generados mientras aún sea posible. Gran parte de las industrias dedicadas a este rentable negocio no dejan nada para el país, llevándose inescrupulosamente nuestra riqueza sin siquiera ser procesada. De más está decir que el costo medioambiental ha sido enorme, pudiendo decir, sin mucha exageración, que una parte de nuestro territorio es hoy un verdadero desastre ambiental de proporciones.

Se argumenta que la inversión extranjera y la modernización del país en el marco de este modelo de desarrollo traerá diversos progresos materiales de todo tipo, junto con un aumento de los niveles de vida y de “desarrollo”. Sin embargo, si bien esto puede ser cierto en cierta medida, todos estos progresos no serán nuestros, sino que meros productos de importación que para su producción dependeremos en gran medida del extranjero. Por otro lado, por más que Chile logre generar algo de tecnología e investigación, en el marco del sistema actual ésta irá en beneficio de las agendas de poderes foráneos. Es necesario que, si deseamos que Chile se constituya como un país soberano, generemos nuestras propias agendas de investigación y desarrollo, destinadas a resolver nuestros problemas y a contribuir con un plan nacional de desarrollo a largo plazo.

Por todo lo expuesto es que podemos decir que el discurso que hoy sostiene la derecha económica es, en el fondo, de naturaleza anti-desarrollista, puesto que solo se concibe al desarrollo en el marco del estado de cosas actual: dependiendo de lo foráneo y relegando al país a una posición de estancamiento y subyugación bajo la órbita de potencias extranjeras y meciéndose pasivamente al ritmo de la economía internacional.

La nueva izquierda contemporánea y el anti-desarrollismo

Durante una gran porción del siglo XX, la izquierda latinoamericana tuvo un carácter fuertemente desarrollista y soberanista. La independencia de los países era una meta a priorizar, ya que se trataba de una condición necesaria para poder brindar a los pueblos la autodeterminación tan anhelada. Entre los años 50 y 70 se discutió bastante acerca de qué se entendería por “desarrollo” dentro del continente americano [Ver reseña de Vasen]. Independiente del significado que se le otorgara, estaba claro que el objetivo del desarrollo en los países del continente debía estar dirigido no solo a la solución de los diversos problemas nacionales utilizando los mejores medios disponibles en el mercado internacional, sino que también a alcanzar una independencia en cuanto a procurar los medios para solucionarlos. Hoy en día, lamentablemente, la situación dista de ser así.

Considerando lo expuesto sobre las fuerzas políticas y económicas defensoras del sistema y sus discursos, cabría esperar que quienes se oponen al sistema tengan como contrapropuesta un discurso de desarrollo propio que sea capaz de hacerle el peso al “discurso de desarrollo” propio del sistema, que considere, entre otras cosas un proyecto de país a largo plazo. Sin embargo, en la mayoría de los casos no es esto lo que actualmente sucede. Gran parte de la (autodenominada) izquierda mayoritaria está lejos de poseer tal cosa. En su lugar, se ha dedicado a llevar adelante una agenda basada por un lado en aspectos netamente valóricos y, por otro lado, centrada en atender una que otra consecuencia de los problemas sociales, ambientales o de otro tipo que hoy nos aquejan. En ese sentido, en su omisión han dejado ganar al discurso de desarrollo imperante, que corresponde al que va a favor del sistema.

Otro aspecto a considerar es que, en el afán por centrarse solo en los resultados y consecuencias aisladas de los problemas, dejando de lado la posibilidad de enfrentar las causas, para lo que se haría necesario un discurso de desarrollo alternativo como condición necesaria. Por ejemplo, hoy en día se ha puesto en boga la exigencia de muchos derechos que deberían estar asegurados por parte del Estado. Sin embargo, para que los derechos puedan ser satisfechos, muchas condiciones materiales e institucionales deben cumplirse. Poco se habla del tipo de institucionalidad que se hará cargo de satisfacer y defender dichos derechos. Sin una institucionalidad robusta que sea capaz de sostenerse en el tiempo difícilmente estos derechos podrán ser adecuadamente cubiertos. Por otro lado, para satisfacer adecuadamente los derechos que justamente se exigen, se requiere de una base material que los sustente. Para esto es necesario la consideración de un país que alcance algún grado de desarrollo y soberanía, de lo contrario la justicia social será difícil de sostener.

La gremialización de la sociedad

Hoy vemos cómo muchas luchas sociales terminan siendo distorsionadas, cooptadas o secuestradas para pasar a constituirse en diversos paquetes de peticiones que conciernen a los anhelos y demandas de gremios sociales particulares, grupos identitarios y/o grupos de presión y lobby que representan a grupos de gente o sectores demográficos específicos. En estos tiempos somos testigos de cómo parte de la discusión pública ha pasado a gremializarse, vale decir, a transformarse en una arena de grupos sociales buscando su propio beneficio y llevar adelante causas políticas a modo de defensa corporativa de sus propios intereses. En esta versión extrema de gremialización de la sociedad, toda causa política que se conciba deberá estar asociada a algún grupo específico, que la llevará adelante como parte de su agenda de búsqueda de beneficios corporativos, encargándose de apropiársela y gestionarla, junto con buscar alianzas con otros gremios y, si esto no es posible, procurar imponerla por sobre otras demandas. La situación ha llegado a tal punto que ya casi es imposible para algunos concebir algo así como causas políticas que conciernan a toda la nación y no a algún grupo particular.

Es evidente que esta gremialización presenta interesantes analogías con el mercado y produce en las causas políticas una situación similar a lo que ocurre con la economía en el sistema actual. Es una extrapolación del individualismo al nivel de los grupos de personas. Así como la economía está pensada en términos de competencia entre diversas empresas que producen y venden algún producto, la gremialización de las causas sociales genera una competencia análoga entre distintos gremios que compiten por maximizar sus beneficios y proteger sus propios intereses.

En un escenario como este, donde de un colectivismo pasamos a un individualismo corporativo de grupos sociales luchando por su propio beneficio y concibiendo las causas políticas en esos términos, un discurso de desarrollo unificado que comprenda el porvenir de todo el país y no de grupos particulares se hace algo imposible. ¿A qué gremio social corresponderán causas como la nacionalización de los recursos, la industrialización del país, la soberanía nacional, la confección de un plan de desarrollo a largo plazo, la justicia social, etc.? ¿A qué grupo particular corresponden esas grandes luchas del pueblo independientemente de toda etnia, género, identidad, etc.? Pues a todos a la vez que a ninguno en particular. De esta forma, en un contexto en donde cada gremio social vela por sus propios intereses y gestiona solo las causas de las que puedan apropiarse en su propio beneficio, la gestión y prosecución de causas nacionales queda relegada a un segundo plano, pasando estas causas a ocupar también un segundo plano en la lucha social de una parte importante de la (autodenominada) izquierda mayoritaria.

Ecología, cambios globales y desarrollo

Hoy en día existe una tendencia importante que explícitamente se pronuncia en contra del desarrollo. Esto tiene su origen en múltiples factores, pero proviene principalmente de modas académicas importadas del hemisferio norte, que han encontrado en la ingenuidad y el poco pensamiento crítico un sustrato bastante fértil donde establecerse y proliferar (ver “La anti-ciencia: un problema político 1 y 2”). Ya vimos que la ausencia de una propuesta de desarrollo alternativa al sistema, a largo plazo y de carácter nacional, le da el triunfo por omisión a los defensores del sistema. Sin embargo, peor es la situación cuando, sumado a esto, se adoptan explícitamente discursos que van contra el desarrollo.

Primero que todo es necesario decir que la misma palabra “desarrollo” está tremendamente cargada de diversos significados, no todos con connotaciones positivas. Es cierto que hoy en día esta palabra tiende a asociarse inmediatamente al “desarrollo” de corte neoliberal con todo lo que eso conlleva. Es comprensible que en tal escenario muchos teman de la sola mención de esta palabra si solo se la ve asociada a este significado. Sin embargo, hemos visto que esto no corresponde a lo que se entendería por un desarrollo nacional, soberano e independiente. La cuestión de fondo es que, sin la proposición de un desarrollo con estas características, que considere metas de país a largo plazo, difícilmente podremos hacerle el peso al “desarrollo” neoliberal y sus nefastas consecuencias. El oponerse al desarrollo sin más es darle la victoria por omisión al modelo actual con todo lo que eso implica.

En el contexto de luchas ambientales actuales, se habla mucho del extractivismo y de sus nefastas consecuencias. No cabe duda de que este es efectivamente uno de los grandes problemas que nos aquejan y que debe ser cambiado si es que queremos salir adelante como país. Sin embargo, el extrativismo es una consecuencia de causas mucho más profundas, relacionadas con el sistema económico y con el sitio que ocupa el país en la escena geopolítica mundial. Si se desea acabar con el extractivismo, necesario apuntar a estos factores y entenderlo como una de las tantas causas de éstos. De lo contrario, cualquier discurso dirigido solo a atacar el extractivismo caería inmediatamente en la vacuidad política.

Para acabar con el extractivismo hace falta tomarse en serio el desarrollo nacional. Mucho se habla también de cambiar la matriz productiva. Sin embargo, muchos de esos discursos nada dicen acerca de algún plan de industrialización nacional. De esta forma ese “cambio de matriz” se vuelve un mero eslogan vacío de contenido. Lo cierto es que sin un plan de desarrollo nacional no será posible ningún cambio de matriz productiva ni menos acabar con el extractivismo. Quienes hoy tanto hablan en su contra debiesen tomarse muy en serio la industrialización del país. Hoy en día a muchos parecen olvidar que aspirar a un desarrollo sustentable implica aspirar a algún tipo de desarrollo, de lo contrario la sustentabilidad no será posible (ver definiciones de sustentabilidad y ecologismo). Gran parte de los males que hoy aquejan a la ecología provienen precisamente de la ausencia de un plan de desarrollo y de la inexistencia de una industria nacional, lo que nos mantiene permanentemente como productores de materias primas sin elaborar. A esto se suma la falta de una soberanía necesaria para procurar la protección del territorio y su explotación en forma sustentable. La nula autoridad, soberanía e independencia son lo que ha producido el desastre ecológico que hoy padece nuestro país.

Otro aspecto que recientemente ha suscitado diversas preocupaciones y alarmas es el inminente cambio climático. En más de un lugar se ha dicho que Chile podría ser uno de los países más afectados en los cambios globales que se avecinan. Sin embargo, es frecuente encontrar respuestas basadas totalmente en discursos importados y con poca o ninguna atingencia a la situación nacional, incluso provenientes de destacados/as académicos/as. Gran parte de los discursos asociados al cambio climático y su enfrentamiento poseen un trasfondo anti-desarrollista. Claramente en países ya desarrollados, que han contaminado lo suficiente el resto del mundo para lograr una base material considerable, y que son culpables de gran parte de las causas de la actual situación que ha llevado a los grandes cambios ambientales, un discurso anti-desarrollista podría tener algo de sentido. Sin embargo, en un país subdesarrollado como Chile estos discursos se encentran bastante desconectados de la realidad y van en contra de lo que se pretende lograr. Si deseamos enfrentarnos adecuadamente a los desafíos que se avecinan producto de la crisis ambiental, deberíamos procurar alcanzar algún desarrollo mínimo que nos permita enfrentarlos de forma independiente y soberana. Si no procuramos transformarnos en un país que sea capaz de solucionar sus problemas con medios propios dentro de lo posible, entonces difícilmente podremos enfrentar adecuadamente esta crisis que se avecina. Por eso pretender solo oponerse al desarrollo como respuesta al cambio climático es una posición no solo ingenua, sino totalmente perniciosa.

Conclusión. Por un futuro para Chile

Cabe destacar que “desarrollo” no tiene por qué significar necesariamente, cómo muchos discursos suelen sugerir, la destrucción del medio ambiente, de las culturas y/o de las tradiciones. Precisamente la falta de desarrollo soberano, sumado a la depredación que enfrenta nuestro país por causa de ésta, son las que causan todos estos males. Evidentemente un desarrollo soberano dirigido generar un país a futuro, deberá procurar la sustentabilidad, el respeto al medio ambiente y a la cultura, de lo contrario carecería de sentido. El destruir estos aspectos implicaría dañar el sustrato mismo de la nación, con lo que cualquier plan de desarrollo perdería su razón de ser. En síntesis, si deseamos construir un país que pueda hacer frente a los desafíos ambientales y sociales actuales y a los que se avecinan, debemos tomarnos en serio la causa del desarrollo nacional. Sin un país soberano, independiente y desarrollado difícilmente podremos satisfacer todos los derechos que hoy se están justamente exigiendo ni menos aún acabar con el desastre ambiental que se avecina. Para cambiar Chile, es necesario dotarlo de un futuro que se traduzca en un plan que nos guie para construir un mejor país y alcanzar una nueva sociedad.