Por Camarada F.

A inicios del siglo XX las potencias capitalistas más desarrolladas culminaban el reparto territorial del mundo y concentraban progresivamente en un puñado de monopolios las palancas fundamentales de su economía. Los bancos más grandes compraban las empresas industriales, generando la plena unificación del capital financiero con el capital industrial, y agrupando de este modo en una sola “junta de accionistas” todas las decisiones importantes de la política económica, para su propio beneficio. Los dirigentes políticos de los países capitalistas desarrollados, de ser garantes de la “voluntad popular”, pasaron a ser simples representantes o “lobistas” del gran capital, y fue en su nombre que acudieron a la guerra en dos terribles ocasiones. Las grandes potencias capitalistas se desangraron en las dos contiendas mundiales para determinar a quién le correspondería la posición de privilegio en el reparto de la riqueza y el poder globales, o dicho de otra manera, quién sería el Imperio mayor. A primera vista parecía que quienes se hallaban mejor aspectadas para tomar el bastón de mando eran Alemania (dotada de una industria boyante y del ejército terrestre más poderoso del planeta) y Gran Bretaña (histórica potencia naval y pionera en el desarrollo industrial). Finalmente ninguna de ellas sale realmente vencedora de este dilema, y a mediados del siglo XX nos encontramos con una Alemania derrotada y fragmentada, y una Gran Bretaña “victoriosa” pero muy endeudada, severamente dañada por pérdidas humanas y materiales, y con cada vez menos control sobre sus antiguas posesiones coloniales.

Alemania sufrió un duro castigo por tratar de imponer su imperio a toda costa, y si bien pudo recuperar su economía gracias al “Plan Marshall” y otras ayudas económicas externas, nunca ha podido recuperar su condición de potencia soberana, y en la actualidad oficia en el indigno papel de “subpotencia” lacaya de los Estados Unidos (y ocupada, pues es el país con más bases militares yanquis en todo el mundo). Por su parte, Gran Bretaña y sus dirigentes comprendieron la imposibilidad de alargar por más tiempo su sombra imperial, entendieron las limitaciones que les imponía la época, y realizaron lo que algunos han llamado como “descenso suave”, proceso al que en buen chileno también se le llama “salvar los muebles”: entregaron la posición hegemónica a su principal acreedor y antigua colonia, Estados Unidos de América, a cambio de una serie de acuerdos económicos, bélicos y de inteligencia, que en resumen configuran un nuevo escenario con USA como imperio mayor y Gran Bretaña (al igual que otras potencias o expotencias) como subimperio acompañante, con el compromiso de que le siga tocando partes ventajosas de la torta. El “descenso suave”, entonces, significa que un imperio cuya posición peligra y cuyos enemigos se congregar en derredor de él con cada vez mayores fuerzas, decide alejarse de las zonas de conflicto, negociar con sus adversarios para rescatar algunas ventajas de la antigua posición, conservar algunos territorios estratégicos por su importancia militar o económica (que para Gran Bretaña fueron, por ejemplo, el norte de Irlanda, Escocia, Gibraltar, algunas “islas de ultramar”, etc.) pero entregar la independencia a la mayoría de las colonias, al menos en lo formal (tal fue el caso de la India y Australia, por ejemplo), así como reducir la presencia de tropas y las intervenciones político-militares directas a lo largo del mundo. En resumen, un descenso suave se trata de abandonar las características típicas con que se comporta un imperio hegemónico y así salvar la condición de “potencia regional”: una rendición pactada. La otra alternativa es volverse locos como Alemania, declararle la guerra al mundo entero y pelear en todas las fronteras al mismo tiempo, hasta salir totalmente derrotados y tener que contemplar las expectativas de dominio imperial convertidas en ceniza.

Para que un imperio en decadencia pueda realizar un “descenso suave” primero debe superar dos grandes escollos: por un lado, la misma opinión pública del país en cuestión, acostumbrada a navegar en la abundancia material que ofrece el ocupar la posición de privilegio en la división mundial del trabajo, y a ufanarse en los imaginarios culturales de supremacía y de dominio; por otro lado, el puñado de corporaciones monopólicas que se han venido beneficiando de la situación de hegemonía, y que no siempre son razonables a la hora de decidir una “rendición pactada” ante la realidad adversa: prefieren luchar a muerte en defensa de sus escandalosas tasas de ganancia. Tal es la situación que vive Estados Unidos de América en la actualidad. El lema de campaña de Donald Trump en 2016, “Hacer a América grande de nuevo”, entraña el reconocimiento cierto de que USA ya no es lo que era, que vive un período de decadencia. Las causas de esto son múltiples, y sólo por mentar algunos ejemplos que no alarguen demasiado este análisis, podríamos nombrar: una deuda soberana y privada cada vez más grande y descontrolada (con China como principal acreedor, además), la pérdida de empleos en el país por el abuso de las políticas de “reubicación de empresas” en países excoloniales, demasiados e insostenibles conflictos bélicos abiertos al mismo tiempo, el ascenso de potencias desafiantes en el plano militar y económico que obligan a USA a una competencia permanente en el desarrollo de tecnología, y la falta cada vez más acuciante de recursos energéticos en un país que es el principal consumidor de tales recursos. En resumen, una tormenta perfecta, que a su vez ha provocado como consecuencias: un control cada vez menor del escenario geopolítico, se pierde el punto en casi todos los eventos diplomáticos de importancia, los “aliados” europeos tratan de tironear hacia mayores niveles de autonomía y las neocolonias se rebelan, incluso en América Latina; una opinión pública generalizada que diagnostica la decadencia del país pero no sus causas, y que carga contra la ineptitud de sus gobernantes con mucha frustración, generando faccionalismos, extremismos y violencia callejera; un nivel cada más elevado de desesperación en la casta dirigente, que ve a la Guerra como única salida ante la crisis, una vez más.

En el gobierno de Trump vimos cómo buscó un “descenso suave” de Estados Unidos al nivel de potencia regional, lugar al que siempre tendrá derecho por su numerosa población y ubicación estratégica, y fue por este hecho que sus enemigos le acusaron de ser un “agente de Putin”. Trump fomentó el empleo dentro del país dando marcha atrás a las “relocalizaciones” y subsidiando los sectores productivos de la economía, retomó el diálogo con los adversarios de Estados Unidos (dos cumbres públicas celebró con los líderes de Corea Popular y también sostuvo conversaciones secretas con el gobierno venezolano en México bajo el auspicio del gobierno de AMLO, y vaya usted a saber qué más), comenzó a retirar tropas de Asia Occidental (Afganistán, Irak), y además ostenta el digno título de ser el primer presidente gringo en casi 100 años en no comenzar una nueva guerra en su primer mandato. La base para que Trump pudiese manejarse con tanta independencia (mucho mayor que el promedio de presidentes norteamericanos) es el sencillo hecho de que posee un patrimonio personal considerable, que le da margen para plantarse de igual a igual con el resto de oligarcas, así como un escenario inicialmente favorable entre la ciudadanía para aplicar su programa político. Los estadounidenses también están cansados de las guerras interminables financiadas con sus impuestos, de la falta de trabajo y de la inseguridad. Sin embargo, una vez más la opinión pública fue bombardeada con una campaña mediática inédita en el mundo, destinada a demonizar a Trump e impedir un debate racional sobre su propuesta de país, que no es otra que retomar el desarrollo nacional interno sin tener que bombardear una nación distinta a la semana por capricho de alguna corporación fabricante de armas.

Si bien aún faltan trámites legales y judiciales, todo parece indicar que esta semana el proyecto de Trump ha sido derrotado por el proyecto de las corporaciones imperialistas, representadas por Biden. Los grandes monopolios no quieren comprender que el tiempo de su hegemonía ha terminado, y prefieren mil veces la opción de “volverse locos”. Es decir, si es Biden quien finalmente toma las riendas del poder en la Casa Blanca, gobernará para sus amos, a quienes podemos identificar sin pena con nombre y apellido: los grandes bancos y otras corporaciones financieras, las empresas de armas y de mercenarios privados, la “industria cultural” y los medios de comunicación hegemónicos, etc. Biden viene con la bayoneta bajo el brazo para recuperar las tasas de ganancia que los oligarcas gringos disfrutaban durante los 90 e inicios de los 2000, y no dudará en hacer lo que sea necesario para ello. Veremos una reactivación de la OTAN y un relanzamiento de la estrategia Rumsfeld-Cebrowsky por todo el globo, por lo que de pronto viejas naciones se fragmentarán en guerras fratricidas (partiendo por Turquía y quizás Arabia Saudita) sin que nadie sospeche de los verdaderos culpables, moviendo los hilos desde las sombras. Biden trae la orden expresa de poner orden en Latinoamérica para lanzar, ya con la retaguardia controlada, todas las fuerzas destructivas del imperialismo contra sus adversarios en Eurasia. Es posible que se intente un golpe de Estado contra algún país soberanista débil (quizás Nicaragua) para tantear el terreno y evaluar la respuesta del Campo Popular (China, Rusia) ante el hecho. Si la cosa sale fácil y sin mayores sobresaltos, entonces los halcones virarán hacia el premio mayor, la joya de la corona: Venezuela. De ahí que las dirigencias soberanistas latinoamericanas parezcan tan apuradas en completar su apresto operacional para la defensa de su territorio, y que además estén lanzando constantes llamados al diálogo y a la paz.

El dilema del imperio norteamericano, por lejos el más poderoso y sanguinario de la historia, es si acaso valdrá la pena una nueva guerra mundial por la hegemonía (a riesgo de perderlo todo y quedar “sin pan ni pedazo”), como quiere Biden y sus amos, o si acaso será mejor un poco de modestia y sentido de realidad, como quería Trump y sus cercanos. A diferencia de parecidos dilemas vividos por otros imperios en el pasado, el caso de USA se halla revestido de una veta trágica y terrible, porque en su guerra mundial por la hegemonía es capaz de destruir el mundo y todo lo bello y bueno que hay en él. Mientras la falsa “izquierda” celebra el triunfo de la dupla de lobistas mercenarios de Biden y Harris, el resto de mortales tememos y temblamos ante lo que pueda sobrevenir. Mientras mayor sea la decadencia del imperio mayor será la desesperación de su casta de oligarcas, y mayor el grado de violencia que estén dispuestos a emplear. No podemos confiarnos en que una rebelión civil interna o una elección venturosa solucionen los problemas de Estados Unidos, o que solucionen el problema que Estados Unidos representa para el mundo. Construyamos proyectos soberanos para no depender de esas eventualidades, y contribuir desde nuestras patrias a frustrar los planes genocidas que el gran capital monopólico tiene para el mundo.