Durante la campaña presidencial, fue recurrente que analistas, prensa y demás comentaristas de la política nacional, insistieran en revisar hasta el hartazgo el tenor, alcance, implicancias o hasta la cantidad de ciertas palabras presentes en los programas de las distintas candidaturas.
Más de alguna “controversia” se produjo en torno a lo mismo, si acaso los candidatos manejaban los contenidos, si se habían “aprendido” el programa, etc. Todo lo que llenó las páginas físicas y digitales de los medios masivos de comunicación, los grupos de compraventa en Facebook o aquel espacio pujante que algunos denominan «politigram».
Como sea, tras los resultados del domingo 21 de noviembre, los programas parecen haber perecido en la irrelevancia; a menos, claro, que sea necesario extraer alguna cuña o extracto para evidenciar lo positivo o negativo de cada candidatura en juego.
Sin embargo, protagonistas y defensores de los mismos, no titubean en matizar o lisa y llanamente contradecir sus propias palabras. Pareciera “propio” de la política partidista que los programas constituyan un instrumento electoral más, como lo pueden ser la propaganda digital, el levantamiento de consignas, etc. Pero, ¿cómo se explica que en un momento sean relevantes, casi esenciales, y ya luego sean un implemento más?
Para responder ello, debemos entender que, en la época que vivimos, se dice que las “grandes planificaciones” ya no existen, son los “tiempos líquidos”, de incertidumbre; que, en consecuencia, los programas son propios de la vieja política, de las formaciones partidistas antiguas que centraban tanto su razón de ser como su acción militante en esas líneas de trabajo y objetivos específicos. Las ideas siguen existiendo, y los programas se convirtieron en un cúmulo de ideas, algunas más coherentes que otras, unidas entre sí tras una denominación partidista.
Pero, ¿qué representa la «Convergencia Social», qué vendría a ser hoy una «Revolución Democrática»? Lo mismo aplica para el «Partido Republicano» o «Evolución Política», términos que no expresan nada en particular ni tampoco algo concreto. Y es en esto último donde queda en evidencia que los programas de los partidos políticos, a partir de la última década del siglo pasado, comenzaron su camino recopilatorio de consignas. De álbum de stickers o estampillas coleccionables.
La propaganda política se convirtió en marketing político y las campañas en productos de consumo. Los mismos principios y argucias que ciertas empresas emplean para comercializar un bien o servicio, se aplican a una campaña política. Y si es presidencial, aún más.
Pero esto sólo ha sido posible -y lo seguirá siendo-, en tanto el pueblo siga privado de su accionar político, neutralizado, de lo que algunos autores denominan “sin capacidad de agencia”: el no poder hacer algo, el no poder tener injerencia, el no poder imponer la voluntad. Ese poder, diluido y fragmentado en beneficio de la casta gobernante, se redujo a su máxima expresión: un papel seriado, un adhesivo oficial y un acto más o menos solemne cada cuatro años.
El principal triunfo de la dictadura de Pinochet, refrendado por los gobiernos de la Concertación y sus sucedáneos, hoy pretendientes del futuro gobierno; fue transformar culturalmente la acción política junto al entendimiento de lo público.
En lo teórico, aplicaron las premisas y teorías de quienes disocian soberanía política y soberanía social, de quienes pretenden mediante decreto disolver el conflicto, prohibir la huelga o criminalizar la protesta. Desde un sector, lo público es sinónimo de fracaso, de gobiernos totalitarios, de una amenaza a la libertad; mientras que, del otro lado, lo público es formalismo, es legalidad, es llenar una solicitud ante un reclamo, etc. Ideas que constantemente se van actualizando según los avances de la técnica o la propia realidad material.
Si lo público compete a unos pocos, y todos los demás debemos simplemente preocuparnos de elegir a algunos de esos pocos, entonces la participación política queda limitadísima al mero acto electoral; la democracia es sólo representación y los partidos su motor principal. Luego, como esos “pocos” están abstraídos de la realidad de todos los “muchos”, porque el voto es sólo una línea y no un buzón de reclamos o sugerencias, para la elaboración de sus ideas recurren a empresas y asesores que les permitan entender qué quieren esos muchos, y elaborar estrategias para convencerlos de votar por tal o cual.
Es entonces cuando los programas políticos se convierten en recopilación de consignas, de nociones o ideas de lo que se necesitaría, pero han demostrado estar lejos de evidenciar siquiera los problemas reales que afectan al pueblo. Y así, en un nuevo proceso (hoy una futura “segunda vuelta”), los programas de antes ya no son suficientes o apropiados, pues el consumidor cambió y hay que convencerlo con otra oferta.