Por Jorge A. Astete.
La situación política en Chile lleva años figurando como una temática de perenne controversia, tanto desde el augurio del colapso y el amague de este a finales del 2019, como la estridente conspiranoia en torno a agendas foráneas donde los responsables señalados frecuentan ser elementos acusados como progresistas. Y ambos de esos casos solo pensando en los denominados “extremos políticos”, sin embargo mientras el avance de las comunicaciones ha profundizado más en la política, estas formas de comunicar radicalizadas han ido calando en el discurso de las fuerzas políticas más tibias, que en todo su cinismo las aprovechan careciendo de una radicalidad pertinente a su discurso, de repente la paranoia de la conspiración alcanza incluso a los demócratas más corporativos y llegamos a un discurso completamente del revés. Estamos hablando de un panorama que se expresa en distintas tonalidades de oscuro, donde los variados grupúsculos políticos rinden culto a sus maniqueas soluciones y vapulean a sus respectivos enemigos; Mientras esto sucede las grandes mayorías de nuestro país, en su estado ideológicamente ambulante, reciben los estragos de estas senilidades sistémicas con decepción y apatía ante los problemas inmediatos que padecen, al igual que una desconfianza frente a quienes parecen carecer de un proyecto país.
Pero ¿Cuáles son los detalles que configuran estas carencias políticas? Es necesario averiguar esto para entender el trasfondo que afirma a lo que el chileno de a pie denomina como “la misma cantinela de siempre”, entenderlo en un contexto actual que aún se construye sobre un esquema político dividido en izquierdas y derechas, división que esta vez usaremos para simplificar y exponer ciertas taras claves que exponen las debilidades de la herencia política que ha acumulado el país.
"El mejor sistema que ha existido".
Entre las izquierdas podemos ubicar variedad de tópicos que suelen ser sujeto de crítica a escala nacional como internacional, desde el dogmatismo y sectarización, hasta las luchas parciales que tanto reivindican los posestructuralistas, o incluso su sumisión a los valores liberales norteamericanos, por lo cuales varias organizaciones son tachadas de “woke”. Sin embargo, estas son cuestiones mucho más globales y generalizadas en nuestro continente, debido al origen transnacional de la mayoría de estas problemáticas. Nuestra tarea es especificar en las cuestiones locales, como local es el impacto que ha tenido la herencia pinochetista para la sociedad chilena. El trauma provocado por 17 años de persecución y terrorismo de estado es algo que deja cicatrices a través de las generaciones, inequívocamente hay razones de peso para temer por el regreso de un periodo político de estas características.
Sin embargo, una cosa es la prudencia y el temor a los mismos resultados del pasado y otra muy distinta es el sesgo patológico que tanto aflora en la izquierda chilena. Así fue el caso de Bárbara Figueroa, secretaria general del Partido Comunista, quien hace dos semanas emplazó a dirigentes y seguidores del Partido Republicanos, asegurando que ellos serían quienes estarían encantados de destruir la democracia liberal para volver al pinochetismo fratricida solo para acabar de una vez con la militancia comunista en Chile. Ciertamente los republicanos son pinochetistas, nunca han escatimado en cuñas para recordárselo a la ciudadanía. No obstante, resulta una afirmación aventurada pensar que sean ellos quienes quiebren una democracia liberal respaldada por la herencia legislativa y económica de Pinochet. Más aun entendiendo que estos son una expresión más del capital manifestado en esa misma derecha rentista que antaño fue representada por estos mismos Ex-UDI y ex-RN. La derecha en Chile no necesita volver a las castas militares, como la timorata izquierda plantea, pues este tipo de llamamientos figuran más como nota amarillista que como una preocupación pertinente.
“Perro que ladra no muerde” dice un antiguo refrán. Esto se condice con la actitud de la derecha chilena, que, a pesar de sus expresiones tan extravagantes y atrevidas, ya ha gobernado nuestro país dos veces desde el “retorno a la Democracia”. Dos experiencias donde hemos visto estabilidad e inestabilidad, dentro de los cuales hemos visto amplio abanico de políticas, desde subsidios, reformas de distintas índoles (tanto de austeridad como garantistas), llamados a la inclusión de migrantes originarios de estados iliberales (Cúcuta, 2019), extensión de concesiones como privatizaciones, al igual que variados convenios comerciales con estados del Pacífico e incluso represión a mansalva en los grandes centros urbanos del país como la implantación de un estado policial de carácter crónico. Toda esta lista de decisiones políticas es totalmente coherente con el marco de acción de una democracia liberal. La forma de administración última y superior para estos sectores políticos, esta norma es tan predominante en la política chilena que ni el radicalizado Partido Republicano logra ser outsider de estos términos de convivencia, y por supuesto de la Democracia Cristiana hacia la izquierda la historia tampoco es tan distinta.
Entre “socialistas democráticos” y los envejecidos moderados nostálgicos de la Concertación logramos ver un mantra que rediseña este sesgo, que de forma oportunista logra manipular el trauma con la dictadura. “Volverán los milicos si se apuran ciertas reformas o si se intenta llegar a transformaciones honestas”. Este recurso retórico disfrazado de la sabiduría quienes miraron de frente a la represión de los 80, vendiendo una actitud de prudencia y sensatez, no es más que una verborrea parasitaria que logra defender la herencia económica del régimen de Pinochet. Y a pesar de lograr asustar a los comunistas más jóvenes y contagiar a los frenteamplistas más liberales, algo que no logra es refutar lo siguiente: la dictadura no volvió con Pinochet en el mando de las FF.AA y la DC administrando el relanzamiento de Chile a la globalización durante los años 90, tampoco volvió la dictadura con Pinochet y los boinas negras en la calle, mucho menos volvió con Pinochet preso en Londres ni con Pinochet bajando del avión en Santiago gracias a las negociaciones de Insulza y no volvió la dictadura ni con el Caso Riggs ni con la eventual condena a Augusto Pinochet.
La democracia liberal que hoy tenemos es una hija atesorada de la dictadura de Pinochet, que desde su génesis carga con sus propias culpas expresada tanto en privatizaciones como en represiones, siendo raíz de esta la herencia fundamental forjada por académicos importados, castas conservadoras y militares rabiosos, expresada en la defensa a ultranza del “modelo“. Tanto derechas como izquierdas de esta democracia son las dos caras de la misma moneda, las dos caras este modelo de administración, ambas caras de una “crisis creativa” que abordaremos más adelante. No es por nada que los partidos hegemónicos de ambos bandos han convenido, cual Contrato Social, en tratar a la democracia liberal como la niña de sus ojos, ya que este régimen es el mejor modo de administración y cooptación de las fuerzas políticas radicalizadas, tanto por el flanco progresista como por el flanco reaccionario. Siendo las primeras encaminadas en promesas fatuas de conversión a formas más “directas” e “inclusivas”, esto desde la radicalización propositiva. Mientras que el fracaso de estas y su crítica despiadada son el sueño entre laureles para las fuerzas radicalizadas reaccionarias, ofreciendo así una espiral de marginación política y con esto la indiferencia de las masas y resignación al status quo.
Crisis creativa.
Los principios y las grandes ideas caben en toda boca si se cuenta con el respaldo de algún partido que disponga de asientos en el Congreso chileno, pero estas ideas son grandes en estética, más no en su contenido. Hay quienes dicen que las grandes ideas fueron finiquitadas con el fin del Siglo XX, y que las exequias de aquello no avanzan más que un branding retórico en un mercado donde hay oferta para todos gustos y colores. Esto se hace visible en el desengaño con el que los chilenos de a pie receptan todas las promesas que la política le conjura cada elección. Meter el dedo en la llaga sobre este tópico es tan sencillo como hacer la lectura del programa de gobierno de los ganadores condecorados el pasado 11 de marzo de 2022 con la presidencia y contrastar este documento con la realidad actual.
Si bien existe un cumplimiento parcial de determinadas medidas, fruto de la renegociación de estas en instancias parlamentarias, buena parte del programa ha sido omitido, e incluso la agenda de gobierno se ha distorsionado para culminar en limitarse a personificar el momento económico del país. En este punto es legítimo acusar no solo un “amarillismo político”, eso sería pecar de ingenuo, sino la existencia de un continuismo de los ejes programáticos Lagos-Bachelet-Piñera, presidencias anteriores donde tampoco faltaron proyectos garantistas, represión policial ni agenda cultural progresista para sus respectivas épocas. La “crisis creativa” es la falta de agenda, así como la muestra de la inercia en que nos mantiene la democracia liberal, dándonos una clase obrera sumamente fragmentada y una burguesía rentista, la cual es improductiva en tanto no puede recuperarse de la caída en la tasa de ganancia (a nivel nacional) desde finales de los años 90.
Por otro lado, la crisis creativa también se carcome a una derecha irracionalmente paranoica y atrincherada, cuya única fórmula desde 2022 ha sido la más visceral reacción en lo dicho y el completo estorbo en lo hecho. Cuando la agenda de turno es apolillar cualquier intento de idea que ofrece la centroizquierda es que realmente no hay agenda, recurriendo a un populismo baratísimo que consiste en tomar las prácticas más perniciosas del populismo y desechar las herramientas más virtuosas de este. Enardeciendo masas con desinformación y pregonando principios que quedan en nada cuando hay que llevarlos a la práctica. Cuando un Eduardo Macaya resulta ser un degenerado y hay que defender a los niños parece que no pesa tanto la defensa de la vida y la familia, la privacidad parece pesar más que los valores. ¿Qué nos dice esto? que los valores figuran solo para capturar votos, que las grandes ideas pesan como marketing mas no como prácticas ni modo de vida, estamos ante la expresión más decadente de cómo se fermentan los principios en este contexto de democracia liberal.