Por Jorge Astete

Chile ha cambiado mucho a lo largo de las décadas, al igual que el mundo que rodea a nuestra patria, esta ha sido objeto de transformaciones y deformaciones dentro del marco de un régimen liberal que ha demostrado una flexibilidad suficiente para lograr sobrevivir tanto revueltas, crisis globales y pandemias. Todo esto a costa de sacrificar varias virtudes en la calidad de vida de las grandes mayorías chilenas.

Tras el catarro político que significaron los resultados del plebiscito del pasado 4 de septiembre, buena parte de las izquierdas nacionales (y algunas no tan nacionales) siguen preguntándose la cuestionabilidad del orden social vigente, cosa que no resulta realmente extraña, pues el fantasma de la revuelta aún nos recuerda la inconformidad del chileno con su realidad material; sin embargo para poder dar lucidez a este dilema, es necesario señalar que cada fenómeno no puede ser estudiado sin mirar su contexto, eso nos abre una entropía de elementos que intervienen a Chile dentro de sus diversas contradicciones, lo cual implica que deberíamos dar un paso más y especializar hacia algún factor que destaque el contexto de nuestro país para diferenciarlo de la realidad del resto de naciones del continente.

Aquí es donde podemos introducirnos en un factor clave que nos da luces sobre qué tendencia ha tomado el carácter colectivo de nuestro pueblo. Para enero de 2022, a un año de la publicación de este texto, la subsecretaría de Telecomunicaciones habría informado que el 67% de los hogares chilenos cuentan con una conexión fija a internet, de este porcentaje también se señala que un 91% de las conexiones fijas se componen en redes de alto rendimiento, véase fibra óptica y HFC. Esto nos dice que la familia regular chilena cuenta con una conexión mucho más rápida que su contraparte media del resto del continente. A esto también sumar que según información de la transnacional Branch Metrics, Chile reporta una cantidad descomunal de usuarios de internet y redes sociales, ambas métricas nos muestran que la cantidad de usuarios supera el 90% de la demografía del país.

¿Qué nos dice todo esto?

Que nuestro país goza de casi una totalidad de su pueblo conectada a redes sociales. Este fenómeno ha llegado a una aparente transversalidad demográfica, un 92% de la población total nos implica que barreras de las generaciones de antaño y la infancia más temprana ha desaparecido frente a este monstruo digital.

Si bien, para las miradas más tecnócratas esto resultaría una bendición de la modernidad y la democratización de informaciones, lo cierto es que esta realidad ha generado efectos sumamente nefastos para el común de la población. Un pueblo chileno mucho más expuesto a los mass media de la globalización se ha vuelto un pueblo cada vez más embrutecido frente a estos estímulos y narrativas, desde una dependencia a la cultura de primer mundo, hasta directamente desmejoras de salud mental que el chileno sufre cada día, sobre todo en las edades más tempranas. Algunos de estos efectos se pueden graficar, por ejemplo, en el sobrediagnóstico de TEA que existe en el servicio de salud pública, producto de la cantidad de infantes que llevan su vida cotidiana, carentes de estímulos sociales y sobreexpuestos a estímulos digitales. Situación lamentable que explicita una victoria tácita de las prioridades del mercado frente a la salud de generaciones de chilenos que en un par de décadas permitirán a este país seguir funcionando.

Cómo aniquilar las ideas de un pueblo.

Si bien, dada la naturaleza novata del mundo de medios digitales, ya se han indicado fenómenos de este que intervienen a nivel ideológico a sus consumidores. Un ejemplo de esto, sería la Echo Chamber, o cámara ecoica en castellano, fenómeno que es consecuencia de la personalización que desarrollan los motores de búsqueda en páginas como redes sociales, basándose en las preferencias del usuario, cosa que los algoritmos de búsqueda pueden interpretar gracias a las interacciones que tiene el usuario con el medio. En términos más acotados: Lo que encuentras en una red social no es ni de lejos la realidad de lo que hay en esta, sino que es lo que el algoritmo interpreta que puede interesarte a ti como usuario.

Comprendiendo lo anterior podemos inferir un fuerte impacto ideológico de estos recursos técnicos sobre la gran masa de personas que se informan a través de los mismos, con esto “la verdad en los hechos” se vuelve algo cada vez más ambiguo e indefinido. Círculos sociales de distintos tipos empiezan a homogeneizar sus conductas a la vez que reafirmar sus visiones de mundo comunes, todo esto involucra una consolidación del consumo de determinadas mercancías, ya que este consumo reivindica una identidad común dentro de estas burbujas, surgiendo así subculturas y nuevas formas de lo que hace una década sólo conocíamos como tribus urbanas.

A todo este entrópico proceso debemos sumarle otro horrido hecho que condecora esta realidad: la política ni de lejos escapa de estas dinámicas. Por dar un caso: el marxismo en Chile.

Hace 20 años los jóvenes y viejos marxistas encontraban sus nichos en frentes de masas, centros culturales o sociedades académicas, en función a sus respectivas estrategias como militantes, así como su disposición al mundo de la política en general, siendo la calle el punto culmine de las políticas en tanto el acceso al poder del Estado se veía como un sueño distante. Hoy la situación es radicalmente distinta, el marxista puede pasar fácilmente más tiempo en un grupo de Facebook que en un frente de masas, donde discute con otros individuos tan marxistas como él, las distintas controversias de su tema común, en vez de vincularse directamente a masas a las cuales pueda enriquecer con sus políticas marxistas. Conforme esta era digital ha ido madurando, este tipo de círculos también han ido diversificando su consumo de RRSS, así como también han dado paso al mercado, mercado que, lejos de fundamentarse en material político, se basaría en la compra y venta de identidad política: una bandera soviética y una piocha proyecta más lo que piensas que un libro de Lenin.

Esto nos muestra muchas pinceladas de decadencia en las ideologías y corrientes vigentes de nuestro país, vanguardias que deforman en tribus urbanas, ideas cada vez menos vinculadas a la práctica, siendo ésta reemplazada por pretensiones personales de individuos que, motivados por los recursos de la plataforma digital, priorizan la comodidad de su experiencia por encima de los resultados de sus políticas. Este festival autocomplaciente, que nos trae lamentables recuerdos de la posmodernidad lyotardiana, disfruta de una transversalidad dentro del plano de las distintas ideologías, donde nadie escapa.

Otro ejemplo fresco de lo anteriormente mencionado puede ser la reciente actitud de reaccionarios ante el triunfo de Argentina en el Mundial de Qatar, quienes denuncian un arreglo de dicho campeonato para favorecer al vecino país, llegando incluso a vincular a Messi con la Agenda 2030, respaldando una conspiración en otra. ¿Realmente tiene sentido seguir una conspiración que antagoniza todo lo que desagrada a determinado consumidor? ¿Qué tanto puede mutar una idea para acomodarse completamente a las preferencias de su usuario? y más importante aún ¿Tiene sentido una ideología cuya práctica se limita en la comodidad de su adherente?

Todas estas preguntas nos indican un hecho terrible: la sabiduría de aquellos que llegaron antes que nosotros está perdiendo la batalla frente a la comodidad que nos promete la técnica. Las vanguardias ya no son una posición a la que se llega, si no que algo que se declara, algo que se oferta y se vende como un hecho, obviando todo el trabajo para llegar ahí, este aparente fracaso ideológico es fundamental para que el mismo orden social absorba a sus opositores, para que los inmovilice en una alternativa sin grandeza, pero con comodidad y pequeños caprichos que hacen sentir al politizado como alguien útil frente a los grandes problemas en los que objeta su atención.