(1) «El pobre es pobre porque quiere»; (2) «El que nace pobre puede tornarse en rico en base a su mérito y esfuerzo personal»; (3) «El anticapitalismo tiene su origen en la envidia y la frustración»; (4) «El capitalismo otorga la libertad y con ello la responsabilidad para mejor usar aquella y así generar riqueza en base a las propias acciones y solo en estas»; (5) «La desigualdad es la consecuencia natural del crecimiento económico y por ende no hay nada de malo con ella, cobrando esta real sentido cuando nos enfrentamos a la escasez, ya que la mejor solución para esta última, es la acumulación de capital».
Todos estos apotegmas, en un orden que va desde los más sencillos y coloquiales (1,2 y 3) hasta los más elaborados y estructurados (4 y 5), y con los cuales, de una forma u otra, nos hemos topado en algún momento en nuestras vidas, pasan por el hecho de reafirmar que una característica inherente y consustancial del sistema socio-económico capitalista liberal, es el apremio del talento y el mérito (meritocracia), y el castigo de la falta de aquello que se premia o de su suspensión voluntaria por fallas propias a nivel subjetivo. Es decir, que aquella persona que no goza de un nivel socioeconómico a la altura de sus capacidades es el arquitecto de sus propios defectos que a nivel personal deberán ser corregidos si se quiere generar un mayor valor en el mercado, y así reportar ganancias que garanticen el bienestar material de las personas que aspiren a un estándar mayor de vida en términos tanto sociales como económicos. Asimismo, y en sus versiones más radicales, esta postura se sustenta en que la brecha entre ricos y pobres es funcional y atávica, es decir, simplemente hay personas con diferentes talentos y capacidades, y que eso no puede cambiarse porque es la realidad de las cosas, y toda postura que lo contradiga de por si cae en una actitud de negacionismo patológico de la realidad dada, en lo que Ludwig Von Mises identificó en su obra La Mentalidad Anticapitalista (1956) como la «inquietud sentida», base del pecado bíblico de la envidia, y de que esta a su vez sería la quintaesencia de la personalidad de todos los anticapitalistas.
Estas posturas son el pan del día de la narrativa del pensamiento de liberales radicales y de liberales libertarios. Desde epígonos insulsos («…en tanto que la moneda no sea devaluada y se respete la libertad de ahorro, mi situación personal y familiar mejorará y mi bienestar se verá incrementado, es lo que en realidad importa, no voy a amargarme por la fortuna de empresarios como Bill Gates o Warren Buffet, porque no soy envidioso» –Centro Mises, 29.01.2015–), hasta representantes oficiales con posturas más consistentes pero no por ello menos equívocas en parte, por la presencia de conclusiones acríticas en sus argumentos («…los mercados y la propiedad presentan al individuo oportunidades nunca antes conocidas en la historia de la humanidad, mientras que la planificación estatal nos convierte a todos en una rueda dentada» –Jeff Deist, Presidente del Instituto Mises, 05.22.2019»). A todo esto, diremos que estos enfoques tienen mucho de ideológico (como conciencia falsa, como deformación de la realidad), y muy poco de científico, ya que parten de un sistema de creencias que se aísla del mundo objetivo y que solo entra en contacto con este para sacar datos aislados que refuercen sus creencias, lo cual son claras muestras de sesgos cognitivos. Por lo siguiente:
En torno a los apotegmas (1) y (2). Si hay una relación directa o una identidad entre capitalismo y meritocracia, esta siempre es contingente, ya que el sistema socioeconómico del capitalismo liberal premia el talento y el esfuerzo personal, si y solo si, tiene un valor para el mercado, independientemente sea o no la actividad más de utilidad para el bien común. Entonces tenemos escenarios en donde por más que uno se esfuerce, si su actividad no tiene valor en el mercado o un valor comparativo diferente respecto de otras actividades, no habrá igual recompensa a igual esfuerzo. Por lo que mientras a la mayoría les sorprende hasta la indignación ver a un Youtuber ganar miles de dólares, mientras que un Profesor, un Policía o un Médico, tienen sueldos paupérrimos, para la lógica del capitalismo liberal esto es plenamente normal y hasta moralmente aceptable. En nuestra propia esfera nacional no somos ajenos a ello, recordando las palabras de Marco Aurelio Denegri con motivo de su asistencia a un programa de Gisela Valcárcel:
«Me lastima estar sentado frente a una persona que gana US$ 30 mil por su talento, cuando yo gano solo S/ 600 por el mío».
Vemos entonces que el apotegma (1) queda desvirtuado porque hay condiciones que no dependen del sujeto y que son externas a este, es decir, hay resultados que no dependen enteramente de nosotros por las singularidades implícitas de cada caso. Asimismo, el mercado no compensa uniformemente esfuerzos equivalentes, y esta competencia en la mayor parte de veces no es en igualdad de oportunidades.
Lo mismo puede aplicarse para explicar la falsedad del apotegma (2), ya que muchas veces se hace de situaciones particularísimas, realidades generalizadas para dar fuerza a la idea de cómo la aludida meritocracia del sistema funciona, cuando es todo lo contrario, llamado también el sesgo del superviviente (1996, Elton; Gruber; Blake), en donde un caso aislado de superación personal refuerza psicológicamente la idea de que en mismas condiciones pueden generarse iguales resultados, lo cual es insostenible, por la razón de su mismo carácter singular que reafirma su naturaleza excepcional. En cambio, de lo que si tenemos plena certeza objetiva es que, por lo general, los niños que nacen en familias pobres tienen menos oportunidades de movilidad social, es decir que, dentro de un considerable cotejo empírico, por más esfuerzo que hagan en salir de la pobreza en su juventud, lo más probable es que seguirán siendo pobres, algo que ha llegado a ser plenamente identificado por diversidad de economistas como la trampa de la pobreza (2006, Samuel Bowles, Steven N. Durlauf y Karla Hoff), aunando a ello el hecho que, el origen social en gran multiplicidad de casos condiciona el proceso educativo y que este a su vez condiciona la mejora socio-económica. En ese sentido:
«La meritocracia es una de las promesas del capitalismo liberal por excelencia: el éxito y el fracaso son de quienes se los ´merecen´. Pero para que la diferencia en los logros se explique por lo que cada uno hace, es necesario que haya idénticas circunstancias, medios y oportunidades. Mientras más desigual sea una sociedad y más dependa del bolsillo el acceso a la educación, la salud y la cultura (entre muchos otros factores), menos va a cumplirse la ´igualdad de oportunidades´ y mayor peso tendrán las circunstancias que no elegimos» (Minoldo, Potenza, 09.10.2017).
Por lo expuesto, la libertad económica como principal atractivo del capitalismo liberal no es condición suficiente para la posibilidad de gozar de los beneficios del ejercicio de aquella libertad, ya que no pueden haber equitativas oportunidades para todos en un marco de manifiesta desigualdad, es decir que, libertad económica sin igualdad de oportunidades, es posibilidades de beneficio para unos pocos libres, lo que demuestra que diferentes logros en el sistema del capitalismo liberal, no reflejan necesariamente diferentes esfuerzos, sino, en la mayoría de casos, diferentes oportunidades producto de los condicionamientos ajenos a las acciones de las personas, es decir, algunas personas ya tienen condiciones pre existentes ajenas a sus acciones que les facilitan la movilidad social de un estatus socio-económico a otro (de pobre a rico o al menos a una mejora sustancial media), y dentro de estos condicionamientos, uno de los principales es el origen social que da paso a figuras como la homogamia, es decir, el emparejamiento selectivo entre personas del mismo nivel socio-económico (Milanovic, 2019), que da paso a otro fenómeno conocido como la transmisión generacional de la riqueza y la pobreza, que se entiende como el impacto de las ventajas adquiridas en patrimonio y capital que se traspasa de generación en generación. Queda claro que estamos frente a un tipo particular de meritocracia, no la que tenemos en mente, sino a una meritocracia oligárquica de unos pocos que se traduce en una red de influencias que beneficia solo al grupo del mismo nivel o estatus socioeconómico. Eso es lo que entiende el capitalismo liberal por meritocracia. Sin embargo, ello es una mera pareidolia desdibujada que hay que rechazar firmemente.
En una sociedad con efectiva igualdad de oportunidades, se cumpliría la idea principal de la meritocracia, en donde el esfuerzo mayor se grafica en mayor prestigio, respeto, honor y dignidad (en términos sociales) y en mayor ganancia (en términos económicos), lo cual se cumple en países con menores índices de desigualdad como p.e Países Nórdicos, y en donde no tendría ninguna relevancia la condición social o las condiciones pre existentes, ya que en realidad esa es la esencia auténtica de la meritocracia que buscó abolir las barreras estamentales que impedían la movilidad social en el antiguo régimen. Entonces vemos que el problema no es la meritocracia per se sino su enfoque, porque el ideal meritocrático moderno es una parte integra del principio de igualdad. Entendida la naturaleza contingente de la meritocracia capitalista liberal, podemos entender la diferencia entre una mera apariencia, y una real y efectiva meritocracia cooperativa. Por lo que es también un error de los anticapitalistas reducir únicamente la meritocracia al capitalismo por lo ya expuesto. No necesitamos, en efecto, la meritocracia oligárquica, pero si es imperativa y total la necesidad de la meritocracia popular, ya que irse contra la meritocracia toda sin hacer distingo alguno, entre la de la oligarquía y la del pueblo, es tornarse en funcional a la primera y dar espacio a políticas de suma cero en donde factores fictos (como las cuotas y la paridad) son meros paliativos que no solucionan la contradicción principal ampliamente expuesta en la presente. Por lo que queda desvirtuado el apotegma (4).
Entonces, derivado de todo lo mencionado, y en las antípodas del pensamiento de liberales radicales que piensan que la igualdad de oportunidades es negar las diferencias entre capacidades, cabe recordarles que es todo lo contrario, porque la igualdad de oportunidades no tiene nada que ver con igualar a desiguales en talentos (igualitarismo), sino del reconocimiento de la desigualdad de condiciones (las que preexisten al sujeto y que este no elige). Es decir, la igualdad de oportunidades hace mucho más por la meritocracia que ellos dicen defender, que la unívoca defensa irrestricta de la libertad económica. Asimismo, cabe recordarles también que el mismo concepto de igualdad de oportunidades, es parte integra del modelo de economía social de mercado, dentro del marco del ordo liberalismo de la Escuela de Friburgo. Por lo expuesto el apotegma (3) queda desvirtuado, y la alegada naturaleza patológica del anticapitalismo como actitud únicamente sustentada en la envidia de unos contra otros, ridiculizada.
Finalmente: ¿Por qué la desigualdad socioeconómica es un mal a combatir y no una consecuencia natural a aceptar y en muchos casos soportar? Por el simple hecho que hoy se tiene bien documentado que, «…los países que tiene altos índices de desigualdad no gozan de un crecimiento económico pleno y son menos estables…la desigualdad destruye el crecimiento…altos niveles de desigualdad socioeconómica llevan a desbalances en el poder político en tanto aquellos con un gran poder económico tienden a usar este poder para incrementarlo aún más en su beneficio» (Stiglitz, 25.06.2012). Por lo expuesto, queda plenamente desvirtuado el apotegma (5) lo cual a su vez deslegitima la postura de Mises (1956) en torno al tema.
Visto lo expuesto: ¿Por qué tenemos aún la falsa idea de que vivimos en un sistema meritocrático? La respuesta es muy sencilla. Ideología tornada en sentido común, me explico. Porque se ha desdibujado convenientemente la línea divisoria entre la meritocracia oligárquica y la meritocracia popular hasta el nivel de tornarla en pensamiento coloquial, y una idea posicionada en este nivel, ya no tiende a cuestionarse y más si tenemos a los liberales radicales y liberales libertarios reafirmándola todo el tiempo. Así tenemos que este último grupo está conformado por reaccionarios que terminan siendo funcionales a la meritocracia oligárquica, defendiendo los privilegios de esta. Y esto es así, en propias palabras del premio nobel de economía Joseph E. Stiglitz:
«Algunos afirman que la desigualdad se genera porque hay personas que contribuyen mucho más con nuestra sociedad, así que es justo que ellos obtengan más ganancias que el resto. Pero cuando uno identifica a estas personas en la cima, no ve a aquellas que han transformado nuestra economía, nuestra sociedad. Estas personas no son los inventores de los rayos láser, los transistores, la computadora, los descubridores del ADN, sino simplemente los banqueros que explotan al ciudadano de a pie y los CEO’s que toman ventajas de las deficiencias de nuestro sistema… (por lo que esta creencia solo puede tener su origen en) la ideología. La economía siendo usada con objetivos políticos» (Stiglitz, 25.06.2012).
Como colofón a la presente queda precisar: Si el mercado no compensa uniformemente esfuerzos equivalentes, y esta competencia en la mayor parte de veces no es en igualdad de oportunidades. ¿Quién corrige esta situación? ¿El sistema capitalista liberal? Ya vemos que no, ya que tiende a beneficiar a los que ya tienen una posición privilegiada. Esto es precisamente la función neurálgica del Estado, la de coadyuvar a generar un marco de igualdad de oportunidades a través de políticas públicas de alcance general orientadas para tal fin. ¿Y si el Estado se torna en funcional al mismo sistema y lo único que hace es reproducir las contradicciones? Entonces necesitamos un nuevo Estado. Siendo aquí importante la presión social que ejerza la ciudadanía a través de la protesta popular, para impeler a que el Estado cumpla su primaria función social.
Fuente: LIRA, Israel. «Columna de Opinión No. 202 del 28.01.2021». Diario La Verdad. Lima, Perú.